Este es uno de los artículos
más lúcidos que he leído del bando de los que están a favor de la ley pulpin.
Lo escribió Gonzalo Zegarra para Semana Económica y aborda esta ley desde el
punto de vista, eminentemente, jurídico. Desarrolla, sobre todo, tres argumentos
que me parecen valiosos para iniciar una discusión -sin adjetivos y
apasionamientos- que nos lleve a comprender que la ley, pese a los buenos
argumentos de personas como Gonzalo Zegarra, es inconstitucional. A
continuación reproduzco los pasajes más relevantes del artículo de GZ e,
inmediatamente, después hago mis propios comentarios:
“La discriminación es tratar de
manera diferente a los iguales. Pero los jóvenes comprendidos en la ley no son
laboralmente iguales a otros jóvenes ya empleados ni a los adultos. Están menos
capacitados y son por ello menos productivos. Por eso no consiguen trabajo. Es
una causa objetiva, la más relevante en materia laboral. No hay discriminación
si la ley distingue en función de la naturaleza de las cosas (productividad);
sí la hay cuando lo hace por los atributos intrínsecos (e inmutables) de las
personas (sexo, ‘raza’, etc.). Cuando desaparezca la causa objetiva de la
distinción legal y estos jóvenes se vuelvan productivos –y empleables–, lo cual
se calcula que ocurra máximo en tres años (con capacitación asumida por el
Estado), accederán al régimen general.”
Esta afirmación es
parcialmente cierta, pues si bien todo trato diferente no es, en estricto,
discriminación, no se debe perder de vista que el trato diferente NO
justificado sí lo es. Ahora bien, cuál es la causa en este caso del trato
diferente, pues a decir de GZ la inexperiencia de los jóvenes y, por tanto, su
baja productividad. Sin embargo, aquí me parece deben hacerse dos precisiones
necesarias: i) en su exposición de motivos la ley asegura que su razón de ser
es disminuir la informalidad, no permitir que los jóvenes, por su inexperiencia
y consiguiente baja productividad, tengan trabajo. En otras palabras, la ley
viene a decirnos que, dado que hay informalidad y que esta afecta, sobre todo,
a los jóvenes, entonces, para reducirla debemos abaratar el costo del empleo de
quienes se verían más afectados por ella. Luego, ii) no parece claro que los
jóvenes quienes, en principio, carecen de experiencia y, por tanto, no serían
muy atractivos por ello para el mercado, se verían beneficiados por esta ley,
pues, a juzgar por lo que indica la misma los trabajadores que estarían dentro
de su ámbito de aplicación serían aquellos que desarrollarían no sólo
actividades que requieren de un nivel de capacitación técnica, sino también
aquellos que no requieren de ningún nivel de capacitación en absoluto. Por
caso, para atender en un call center o para lavar platos la experiencia no
parece ser un factor decisivo. ¿Por qué entonces se debería distinguir en este
tipo de casos entre trabajadores de distintas edades?
“Los desempleados no tienen
ningún beneficio, por tanto no recorta nada. Pero además los que excluye la ley
no son en rigor ‘derechos’ en un sentido jurídico o filosófico-moral.
Jurídicamente lo son si los consagra el ordenamiento, pero dejan de serlo cuando
éste los exceptúa. A menos, claro, que al hacerlo se vulnere la Constitución.
Pero constitucionalmente –y filosóficamente–no existen como derechos ni la
gratificación, ni exactamente 30 días de vacaciones, ni la CTS. Existen
derechos constitucionales más abstractos como la protección frente al desempleo
o el descanso físico. Pero su contenido específico no es rígido; su concreción
depende de la ley, que puede otorgar, por ejemplo, 30 días de descanso a los
trabajadores más productivos y 15 a los menos.”
Esto, nuevamente,
es sólo parcialmente cierto. Es verdad que beneficios como la gratificación, la
CTS o la participación en las utilidades de la empresa, en estricto, no hacen
(o no harían) parte del núcleo esencial del derecho al trabajo, pero también es
verdad que el estado los reconoce y que la propia Constitución en su artículo
29 así lo refiere: “El estado reconoce el derecho de los trabajadores a
participar en las utilidades de la empresa”. Siendo ello así, entonces, que
luego el Estado promueva un estándar de protección menor del ya existente sobre
la base de una causa que, dudosamente, podríamos considerar objetiva no parece
ser muy consistente con los principios y valores que guían su actuación; en
particular con el denominado bloque de constitucionalidad que, por mor de la
Cuarta Disposición Final y Transitoria de la Constitución, consagra que la
interpretación de los derechos fundamentales debe ser acorde a lo que señalan
los tratados de derechos humanos suscritos por el estado que versen sobre la materia.
En efecto, la
normativa internacional consagra el principio de no regresividad, el cual, en
términos llanos, plantea que una vez que el Estado otorga un derecho, luego,
salvo una razón de peso que lo justifique, no lo puede eliminar. Si bien los
beneficios sociales no son, en estricto, el derecho al trabajo, constituyen una
de sus manifestaciones, las mismas que deben ser apreciadas e interpretadas a
la luz del estándar más favorable para los trabajadores y no al revés. Sobre el
particular comparto el criterio avanzado por Courtis y Abramovich en “Los
derechos sociales como derechos exigibles”:
“La obligación de
no regresividad agrega a las limitaciones vinculadas con la racionalidad, otras
limitaciones vinculadas con criterios de evolución temporal o histórica: aún
siendo racional, la reglamentación propuesta por el legislador o por el Poder
Ejecutivo no puede empeorar la situación de reglamentación del derecho vigente,
desde el punto de vista del alcance y amplitud de su goce”.
Así, pues, este
extremo del argumento de GZ parece, entonces, contrario a la práctica
constitucional y a los alcances del bloque de constitucionalidad en materia de
derechos sociales.
“Que el régimen laboral de la
ley de mypes no haya reducido sustancialmente la informalidad se debe a que
exige que en el momento de la regularización se subsane (de golpe) todas las
infracciones acumuladas hacia atrás (y al costo del régimen general), y esta
ley no impone esa carga. Hay que comparar lo comparable. Regímenes especiales
para jóvenes en todo el mundo y en países cercanos y parecidos al Perú sí han
logrado reducir el desempleo juvenil y es esperable que esta ley también lo
haga.”
Finalmente, este
argumento me parece de todos el más débil, pues si la ley MYPES no funcionó
adecuadamente por las razones esbozadas por GZ, entonces, lo sensato sería
modificarla no crear un nuevo régimen que, como hemos visto, resulta
atentatorio del derecho a la igualdad y al trabajo. A esto quisiera agregar lo
siguiente: más allá de las (nobles) razones que pudieran haber inspirado al
Congreso a aprobar esta ley, la experiencia indica que recortar derechos no
reduce la informalidad. Ello así porque la informalidad no solo es el resultado
de los sobrecostos, sino, y esencialmente, de la ausencia de regulación
estatal. Si un empresario pudiera contratar sin reconocer un solo derecho, lo
haría, si no lo hace (o si lo hace imperfectamente) es, precisamente, porque el
estado se lo prohíbe, no porque considera que de esta forma contribuye al
desarrollo del Perú y al bienestar de las familias de sus empleados. Esta
premisa, sin embargo, no parece haber sido tomada en cuenta en la reflexión del
gobierno, a ojos vista de la crisis por la que atraviesa actualmente el MINTRA
que no cuenta con la capacidad mínima para obligar a las empresas a que cumplan
con sus obligaciones legales. A esto, pienso, y este es un argumento ya no
jurídico, sino moral y político, deberían abocarse sus representantes, antes
que a pedir que se sigan recortando derechos y perjudicando a los que menos
tienen.
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